
Hace varios años, una fuerte tormenta azotó nuestro hogar durante la noche. Después de apenas un par de minutos y varios destellos de relámpagos, nuestra pequeña Manon vino a nuestra cama. Mi esposa Véronique, deseando tranquilizar a nuestra hija, la llevó junto a la ventana y le dijo: “No tengas miedo. Mira qué bonitas son las luces en el cielo”. Pero en ese preciso momento, un rayo surcó el cielo con un estruendo aterrador. Véronique retrocedió asustada y Manon se asustó aún más.
Al contemplar el poder de los elementos aquella noche, no pude evitar pensar en nuestro Salvador Jesucristo, el Creador de todas las cosas. También pensé en nuestro Padre Celestial, que entregó a Su Unigénito para salvarnos. Ellos llevaron a cabo el acto más trascendente del universo: despejarnos el camino para obtener la vida eterna.
Luego pensé en Moisés, que se sintió abrumado por el temor cuando el Salvador le pidió que liberara a Israel. El Señor le dijo:
“¿Quién dio la boca al hombre? ¿O quién hizo al mudo y al sordo, al que ve y al ciego? ¿No soy yo, Jehová? Ahora pues, ve, que yo estaré en tu boca, y te enseñaré lo que has de decir” [i].
¡La voz del Señor debió de retumbar como un trueno en el cuerpo de Moisés! Al igual que Moisés, tenemos la responsabilidad de recoger a Israel en una tierra de paz, en las estacas de Sion. Sea cual sea nuestra capacidad para expresarnos, debemos avanzar con fe. ¿Nos sentimos capaces de hacer lo que el Señor desea que hagamos? ¿Podemos sentir nuestra responsabilidad en el recogimiento de Israel? Por supuesto, todo comienza con nosotros mismos, nuestro cónyuge y nuestros propios hijos.
Mientras mi mujer y mi hija estaban muy asustadas por la tormenta, yo pensaba para mis adentros: “¡Ojalá llueva ahora, porque hemos tenido mucho calor!”. Perspectivas diferentes conducen a acciones diferentes. ¿Dónde nos situamos cuando la vida no nos conduce por el camino más fácil, o por el que queríamos seguir? A medida que la tormenta arreciaba, pensé también en José Smith, que a menudo se sintió abrumado por todas las responsabilidades que se le habían encomendado a tan temprana edad. Con frecuencia se arrodillaba para suplicar a nuestro Padre Celestial. Tal vez uno de los momentos más conmovedores tuvo lugar en la cárcel de Liberty, cuando se sintió abandonado por el Señor. El Señor le dijo:
“Si eres echado en el foso o en manos de homicidas, y eres condenado a muerte; si eres arrojado al abismo; si las bravas olas conspiran contra ti; si el viento huracanado se hace tu enemigo; si los cielos se ennegrecen y todos los elementos se combinan para obstruir la vía; y sobre todo, si las puertas mismas del infierno se abren de par en par para tragarte, entiende, hijo mío, que todas estas cosas te servirán de experiencia, y serán para tu bien. El Hijo del Hombre ha descendido debajo de todo ello. ¿Eres tú mayor que él? […] no temas, pues, lo que pueda hacer el hombre, porque Dios estará contigo para siempre jamás” [ii].
¡Esas palabras debieron retumbar como un trueno en su cuerpo enfermo y cansado! Pero, al provenir de nuestro Salvador, le otorgaron la fortaleza y la esperanza necesarias para seguir adelante a pesar de sus aflicciones. ¿Nos arrodillamos lo suficiente para recibir Su fortaleza y esperanza?
A menudo, el Señor utiliza la voz suave y apacible del Espíritu Santo para hablarnos, consolarnos, advertirnos, guiarnos y calmarnos. Lo hace en los momentos de duda, pero también en épocas de agitación, desesperación o angustia. A fin de asegurarnos de escuchar siempre esa voz suave, debemos acostumbrarnos a oírla, o más bien a sentirla, en momentos de sosiego. Entonces, por suave que sea, penetrará en nuestro corazón y en nuestra mente como un relámpago fulgurante.
Así lo testifico en el nombre de Jesucristo. Amén.
[i] Éxodo 4:11–12.
[ii] D. y C. 122: 7–9.