Compaginar los estudios de secundaria con el programa de Seminario no fue fácil. El esfuerzo intelectual, el estrés y la carga emocional eran reales. Sin embargo, cada clase de Seminario fue el oasis en donde encontré alegría, claridad y alimento para el alma. Por eso, asistir cada día era una decisión voluntaria y entusiasta.
Durante esos cuatro años tuve cinco maestros, cada uno con su estilo único. A pesar de sus diferencias, compartían una constante: el amor de Jesucristo. Ese amor fue palpable y dejó una huella indeleble en mi corazón. Aprendí a sentir, a amar y a reconocer al Salvador en cada enseñanza.

La culminación llegó con una emotiva graduación que comenzó con una actividad de la obra misional. Fue gratificante aplicar en ese contexto lo aprendido sobre el nuevo y sempiterno convenio y el plan de salvación. Luego, mientras entonábamos el himno “Con fe en cada paso”, sentí que cada clase había sido un peldaño hacia el Señor.
Uno de los momentos más reveladores fue estudiar 3 Nefi, donde comprendí con mayor profundidad la misión terrenal de Jesucristo. Relacioné esas enseñanzas con Ezequiel 37:15–17 y entendí que el Padre Celestial nos tiene presentes individualmente.

Invito a cada joven a no dejar pasar esta oportunidad. Seminario no solo brinda conocimiento; crea amistades, fortalece la fe y construye bases sólidas para la vida y la eternidad. Para mí, fue el escenario donde el Salvador me rescató y me mostró mi por qué.