
Desde temprana edad, descubrí el refugio que ofrece la Iglesia del Señor. Con tan solo 12 años, llegué a conocer Su Evangelio, y a los 13, me bauticé. Aquellas clases en la capilla me brindaron una profunda sensación de ser amada por Él, y conté con amigos excepcionales que compartían el mismo camino. Aunque mi dedicación muchas veces estuvo entrelazada con las responsabilidades familiares y el orden en casa, cada visita a la casa del Señor me llenaba de paz.
El recorrido no estuvo exento de desafíos. Un divorcio familiar y la lucha de mi padre contra el alcohol marcaron mi infancia, pero también me llevaron a comprender el valor inigualable de la Palabra de sabiduría. Sin embargo, con el paso del tiempo y la ausencia de un guía constante, me alejé. Pensé, equivocadamente, que no había más capillas disponibles en mi país. Así, los años se deslizaron entre responsabilidades, matrimonio e hijos, aunque un vacío persistente en mi interior me recordaba algo ausente.

Fueron necesarios 25 años para que dos misioneros tocaran nuevamente a mi puerta, trayendo un mensaje que renovaría mi corazón. No obstante, seguí postergando ese regreso, temerosa de no cumplir con el compromiso que ello implicaba. Fue una amiga, buscando ella misma respuestas y guía divina, quien despertó en mí el deseo de volver a la Iglesia. Ese momento me llevó a reflexionar sobre la vida de mi padre, y cómo quizás, de haber conocido el Evangelio, su destino pudo haber sido diferente. Comprendí que la Iglesia era el lugar para enderezar mis pasos y obedecer el llamado de Sion que resonaba en mi alma.
Día tras día, fortalecí mi testimonio, rodeándome de personas maravillosas que impulsaron mi crecimiento espiritual. El punto culminante de este viaje llegó en el Templo de Madrid, donde hice convenios sagrados en nombre de mi padre ya fallecido. Aunque no pude despedirme de él en vida, sentí su presencia y aceptación de los convenios realizados. El Espíritu me envolvió en un amor indescriptible, un vínculo eterno entre mi padre y yo.

Un testigo del templo afirmó haber visto físicamente a mi padre y, aunque desconocía detalles de su apariencia, lo describió con una exactitud que solo puede atribuirse al poder de la divinidad. Este testimonio refuerza mi certeza: los convenios realizados en la Casa del Señor son verdaderos y eternos.
Con gozo y convicción declaro que el amor de Cristo y Su Evangelio transforman vidas. Invito a quienes se sientan perdidos o apartados a volver al Señor, en Él siempre hay esperanza, sanación y regreso.