En el otoño del 2019, llegué con mis hijos a España. Era consciente de las adversidades que enfrentaríamos, pero la realidad superó mis expectativas. Estaba sola, con un niño de ocho años y un adolescente de diecisiete con autismo y retraso mental; sin conocidos, ni familiares. Con tan solo mis sueños guardados en una maleta me aferré a Dios y confié plenamente en Él.
Llegamos a un restaurante donde pregunté por la Cruz Roja. La dueña nos llevó con un grupo de voluntarios, y una buena samaritana nos acogió en su casa, en donde permanecimos dos semanas. Jorge, debido a su condición tiene rutinas muy estrictas y alejarlo de su entorno y de nuestra familia no fue fácil. Las primeras noches golpeaba las paredes, y yo me levantaba rápidamente para evitar que despertara a alguien. Me arrodillaba a su lado y oraba, recordando Isaías 41:10: 'No temas, porque yo estoy contigo; no desmayes, porque yo soy tu Dios que te fortalezco; siempre te ayudaré; siempre te sustentaré con la diestra de mi justicia'
El segundo fin de semana llegamos a la Iglesia justo cuando terminaba la reunión sacramental. Me acerqué a una joven que estaba con los niños de la Primaria y le expliqué que era miembro de la Iglesia, pero que no conocía a nadie. Nos presentó a varias hermanas. Al día siguiente, el ayuntamiento de Zaragoza nos aceptó como refugiados y nos llevaron a un piso recién recuperado sin agua ni electricidad. El obispado, la Sociedad de Socorro y el Cuórum de Élderes nos apoyaron con mantas, comida que no necesitaba calentarse, utensilios de cocina y ropa de invierno.
Al principio comíamos en una residencia de mayores. Los horarios de las comidas eran un desafío para Jorge, acostumbrado a comer al mediodía. Mis hijos comenzaron la escuela y yo un curso de formación. El tutor de Jorge me informó que, independientemente de quién estuviera enseñando, cuando su reloj marcaba las doce, el chico sacaba su comida y salía a comer.
Además del duelo migratorio, sufría la necesidad de mantenerme fuerte y lloraba a solas. Nuestras cuatro mudanzas fueron una prueba titánica. Durante semanas solo dormí dos o tres horas por noche. Salía con los niños a buscar trabajo hasta que un día, una señora me habló de una joven con cáncer cerebral terminal que necesitaba cuidados. Me llamaron y me dieron el empleo.
Cuidé por un año a esta maravillosa mujer quien falleció con apenas 48 años dejando dos hijos pequeños. Su situación me hizo reflexionar: '¿Voy a quejarme yo?'. Cuidarla me salvó la vida y llenó mi alma de agradecimiento hacia el Padre Celestial. Después de cada turno, recogía a mis hijos, los ayudaba con sus estudios, y luego hacía mis tareas. Cada día leíamos las Escrituras, orábamos, y establecimos rutinas para dar seguridad a Jorge.
A inicios de 2024, empezamos los preparativos para ir al templo. Sentí que para acercarnos más al Padre Celestial debíamos ayunar en familia. Mi hijo menor aceptó, y a la mañana siguiente, Jorge me dijo: 'Mamá, hoy voy a ayunar'. Fue un momento de gozo indescriptible.
Desde nuestra visita al templo, Jorge ha mejorado significativamente. Es más flexible con los horarios. Los sábados prepara su ropa para repartir la Santa Cena. Académicamente ha avanzado mucho. Hoy, vivimos con nuestros propios medios, sustentados por un Padre Celestial amoroso. Jesucristo nos ha sacado de las cenizas, y al pagar nuestro diezmo, hemos recibido abundantes bendiciones. Nos aferramos a la barra de hierro con la certeza de que avanzamos hacia un futuro mejor.
