Serví en la Misión North Carolina – Charlotte, Estados Unidos, entre marzo de 2005 y marzo de 2007. Desde que conocí La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, sentí el deseo profundo de servir en una misión de tiempo completo. Aunque parecía lejano, ese anhelo fue constante. Quería retribuir lo que la Iglesia me había dado y representar al Salvador Jesucristo.
Imaginé que mi servicio incluiría lodo, barrios peligrosos y caminos escabrosos, pero el Señor me ofreció algo inesperado: ciudades seguras, hogares cómodos, coche permanente y paisajes históricos que marcaron mi fe. Tuve la bendición de estar en lugares emblemáticos de la Iglesia, contemplar el templo de Salt Lake City, conocer a varios apóstoles y descubrir culturas nuevas, sabores distintos y milagros que reafirmaron mi testimonio.

Aunque solo bauticé a tres personas, entendí que el éxito misionero no se mide en números, sino en transformación espiritual. Aprendí a reconocer la voz del Espíritu Santo, a tomar decisiones con humildad y a confiar en la guía divina. Además, adquirir el idioma inglés fue un regalo que ha sido clave en mi vida personal y profesional.
Al concluir la misión, seguí siendo tan humano como siempre: cometiendo errores, enfrentando retos y persiguiendo sueños. Sin embargo, puedo afirmar que fue gracias a la misión que mi vida tomó una mejor dirección. Inspirado por el consejo de mi presidente de misión: —“Sé un poseedor del sacerdocio”— y el de mi obispo —“Mantén el mismo nivel espiritual”— decidí seguir sirviendo y cultivar una disciplina que me sostiene hasta hoy.

Servir en una misión es un mandamiento. Puede que no siempre se haga con entusiasmo, pero se hace por fe. Como dijo Adán: “Lo hago porque el Señor lo ha mandado”. Así damos el paso, entramos en el agua y presenciamos los milagros.