Mi madre tenía dos empleos para sacar adelante a nuestra familia y mi abuelita Gina, a quien llamaba 'Linda Vita', nos cuidaba. Nuestro hogar era mágico. Como muchos niños nicaragüenses, mis hermanas y yo desarrollamos el coraje para enfrentar los golpes de la pobreza y la frustración de nuestras limitaciones. Sin embargo, nuestro hogar se distinguía por la fe inquebrantable en que nuestro Padre Celestial no nos dejaría perecer.
Mi abuela fue una talentosa cocinera que, pese a las constantes carencias, habilidosamente llenaba de alegría nuestra mesa. Mis mañanas comenzaban escuchándola cantar tangos y cuplés de su juventud, mientras el aroma del gallopinto recién hecho invadía la casa. En 1977, mi abuelita se fue a Estados Unidos a vivir con mi tío, dejándonos a mis hermanas, de diez, y nueve años respectivamente, y a mí de cuatro, sumidas en una tristeza indescriptible. Ellas asumieron la responsabilidad del hogar y de los estudios, mientras mi madre trabajaba.
La guerra civil estalló en 1979. Aunque mi mente ha bloqueado mucho de los horrores que presencié, puedo decir que lo bueno fue tener a nuestra madre con nosotras todo el tiempo. La inquietud de sus ojos revelaba su constante preocupación por nuestra supervivencia.
Un día, mientras jugaba en la calle con otros niños, noté de repente que mis amigos ya no estaban. Las casas de los vecinos estaban cerradas y mi madre me observaba horrorizada desde una ventana entreabierta. Fue cuando escuché la sirena del toque de queda y corrí hacia la casa y ella me sujetó con fuerza por los hombros. El ruido de las hélices de un helicóptero interrumpió el silencio sepulcral. Un soldado, valiéndose de un megáfono nos advirtió que procederían a bombardear el área.
Mi madre improvisó un refugio debajo del comedor de madera. Mis hermanas trajeron los colchones de las camas, las sábanas, almohadas, pan, queso, agua y la radio. A pesar del inminente peligro mi madre no derramó ni una sola lágrima. Nos arrodillamos, tomadas de la mano y ella ofreció una poderosa oración. Cuando terminó, le pregunté si la mesa era lo suficientemente fuerte como para protegernos de las bombas; ella sonrió tiernamente, mientras mis hermanas permanecían pálidas, paralizadas por el miedo. Mi madre, con calma, preparó bocadillos mientras repetía: '¡Debemos confiar en el Padre Celestial! Comamos y descansemos'.
Dormimos toda la noche. A la mañana siguiente, nuestros vecinos nos despertaron golpeando la puerta. Traían un periódico en la mano, lloraban mientras nos contaban que otros barrios habían sido bombardeados, pero que el nuestro se había salvado milagrosamente.
Testifico que nuestro Padre Celestial escucha nuestras oraciones y responde a nuestras súplicas. No solo estuvo con nosotros aquel día, sino que en los 'bombardeos” de la vida, Él siempre está a nuestro lado acompañándonos.
