
Isaías, al profetizar la misión del Salvador Jesucristo, dijo: “Me ha enviado a vendar a los quebrantados de corazón, a proclamar libertad a los cautivos y a los prisioneros apertura de la cárcel; a proclamar el año de la buena voluntad de Jehová y el día de la venganza del Dios nuestro; a consolar a todos los que lloran”1.
Alma, tras huir de los sacerdotes del rey Noé, siguió predicando el Evangelio en secreto. Los que creyeron fueron con él a las aguas de Mormón, donde muchos expresaron el deseo de ser bautizados. Alma explica lo que significa realmente ser un discípulo de Jesucristo: “Llevar las cargas los unos de los otros para que sean ligeras; […] llorar con los que lloran; sí, y […] consolar a los que necesitan de consuelo”2.
Estos dos mensajes similares ilustran que nuestra experiencia terrenal conllevaría desafíos y angustia para cada uno de nosotros, y que tenemos la responsabilidad sagrada de cuidarnos unos a otros en esos momentos.
Hace muchos años, nuestro hijo de cuatro años sufrió un grave accidente lejos de casa. Cuando ya estaba lo suficientemente recuperado como para ser trasladado a un hospital local, encontramos en nuestra puerta una carta de una querida hermana del barrio, con una lista que indicaba quién nos llevaría comidas y en qué días, quién recogería a nuestros otros hijos para llevarlos y traerlos de la escuela, y quién nos lavaría la ropa, etcétera. Unos días después, mi esposa también estaba en el hospital dando a luz a nuestro hijo pequeño. Con ella en un extremo del hospital, nuestro hijo en el otro extremo y cuatro niños más a los que había que cuidar, esa hermana, anticipándose a nuestras necesidades y tendiendo la mano, fue muy apreciada durante esas seis difíciles semanas.
Pero ¿qué sucede en esas ocasiones en las que se nos pide que amemos y cuidemos a personas que no conocemos, que son diferentes a nosotros, que quizás tengan un estilo de vida con el que no estamos de acuerdo? ¿Qué sucede con aquellos que parecen no merecer nuestra ayuda? En esas situaciones, el presidente M. Russell Ballard nos recordó esto: “Debemos acoger a los hijos de Dios con compasión y eliminar todo prejuicio, incluso el racismo, el sexismo y el nacionalismo”3.

Hace poco leí un mensaje en las redes sociales sobre una política local de otra parte del mundo que había fallecido prematuramente de cáncer. Algunos comentarios expresaban un pesar sincero, mientras que otros, claramente en desacuerdo con sus políticas, escribieron palabras menos empáticas. Entonces alguien escribió lo siguiente, que me pareció profundo: “No sentimos empatía por las personas debido a quiénes son ellas; sentimos empatía por las personas debido a quiénes somos nosotros. Si careces de empatía, eso refleja tu carácter, no del de ellas”. Un sabio consejo, sin duda.
Nuestro mundo parece inclinarse cada vez más por centrarse en uno mismo, se apresura a juzgar y también a reprender y atacar a quienes tienen opiniones diferentes. Sin embargo, cuando se le preguntó cuál era el mandamiento más importante, el Salvador respondió: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante a este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo”4. Obsérvese que, aunque lo llamó el segundo mandamiento, también dijo que era “semejante” al primero. El élder William R. Bradford, de los Setenta, dijo en una ocasión: “De todas las influencias que hacen que los hombres elijan lo malo, sin duda la más poderosa es el egoísmo. Donde hay egoísmo, el Espíritu del Señor está ausente”5.
Para aquellos que en verdad procuran seguir a Jesucristo, mirar hacia fuera y cuidar de los necesitados quizás sean las características más fundamentales que debemos desarrollar para ser un verdadero discípulo. Desarrollar empatía, o caridad, hacia todos los hijos de Dios —sean quienes sean, vengan de donde vengan o crean lo que crean— nos permitirá presentarnos con confianza ante Dios6.
Que todos procuremos desarrollar estas cualidades, cuidar de los necesitados y comportarnos siempre con decencia, humildad y bondad con todos los hijos de Dios.
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Isaías 61:1–2.
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Mosíah 18:8–9.
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M. Russell Ballard, “¡El viaje continúa!”, Conferencia General de octubre de 2017.
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Mateo 22:37–39.
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Élder William R. Bradford, BYU Speeches, 3 de junio de 2003.
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Doctrina y Convenios 121:45.