A veces puede resultar difícil amar a todos los hijos de Dios, debido también a diversas situaciones en el mundo actual. Experimentamos la llegada de nuevas personas y nuevas culturas a nuestra sociedad. La mayoría viene en busca de circunstancias mejores y más seguras. Este tipo de flujo de personas ha tenido lugar a lo largo de toda la historia de la humanidad.
¿Somos mejores nosotros que otros que nos precedieron a la hora de acoger a las personas que vienen de circunstancias diferentes? ¿Somos mejores hoy en día en lo que respecta a amar a todos los hijos de Dios, independientemente de quiénes sean y de los cambios que van a producir en nuestra vida?
“Porque este es el mensaje que habéis oído desde el principio: Que nos amemos unos a otros”1. El “que nos amemos unos a otros”2 es un mandamiento, y a los que logren hacerlo, se les promete una bendición: “el que guarda sus mandamientos permanece […]. Y por esto sabemos que él permanece en nosotros, por el Espíritu que nos ha dado”3.
Al amar a todos los hijos de Dios, sean cuales sean las circunstancias de las que procedan, las debilidades o fortalezas que posean, la nacionalidad, la fe, el color y el sexo que tengan, tenemos la promesa de que el Espíritu del Señor permanecerá en nosotros. En otras palabras, es un don que nos ayuda a ser más parecidos a Cristo y a hacer el bien a las personas que nos rodean de la misma manera que Él lo hubiera hecho. El esfuerzo por lograrlo no solo ayudará a aquellos a quienes amamos, sino que también nos bendecirá a nosotros mismos con vidas más felices y plenas. Después de que hayamos hecho todo lo que podamos, y hayamos tratado de amar todo lo que podamos, y a todos los que podamos, Él intervendrá y nos ayudará a lograr el resto4, incluso hasta el punto de amar a los que podrían ser nuestros enemigos.
Sabemos por un pasaje de las Escrituras que el amor perfecto desecha todo temor. La misma referencia de las Escrituras nos enseña que, si amamos a los demás como lo hace el Salvador, estamos “lleno[s] de caridad, que es amor eterno”, y que “todos los niños son iguales ante (Él)”, y que Él nos ama a todos “con un amor perfecto”5.
Lo que podemos sentir, en cuestión de diferencias entre nosotros y otros hijos de Dios, es una situación que enfrentamos solo durante nuestra vida terrenal. Desde una perspectiva eterna, las cosas serán diferentes. “El hombre […] fue engendrado por padres celestiales, nació de ellos”6 y todos éramos iguales, y ellos tienen el mismo amor por nosotros, tanto en el pasado como en el presente y el futuro.
Por medio de la expiación de Jesucristo, podemos llegar a ser como nuestro Padre Celestial; Él nos ama a todos, y espera que nos amemos unos a otros.
“Cuando Jesús estuvo en la Tierra, Él constantemente ayudaba a quienes sentían que se les dejaba de lado, que se sentían ignorados o maltratados”. Como seguidores Suyos, ¡nosotros debemos hacer lo mismo! Creemos en la libertad, la bondad y la justicia para todos los hijos de Dios.
Todos somos hermanos y hermanas; cada uno de nosotros es hijo de un amoroso Padre Celestial. Su hijo, el Señor Jesucristo, invita a todos a venir a Él, “negros o blancos, esclavos o libres, varones o mujeres” (2 Nefi 26:33). Cada hijo e hija de Dios merece respeto, sin importar su color o sus creencias. Mostremos amor por todos los hijos de Dios”7.
Dios ama a Sus hijos; los conoce bien.
Por toda la tierra, lo pueden saber.
Bendice a sus hijos con dones de fe.
Lo bello del mundo muestra su poder.
Dios ama a Sus hijos; los cuida muy bien.
Somos Su familia, tu amigo seré.
Su amor y cuidado me ayudan a ver.
Puedo amar a otros como lo hace Él8.
1. 1 Juan 3:11
2. 1 Juan 3:23
3. 1 Juan 3:24
4. 2 Nefi 25:23; 10:24
5. Moroni 8:16–17
6. Enseñanzas de los Presidentes de la Iglesia: Joseph F. Smith, 1999, pág. 360
7. Jesús dijo ama a todos, por el presidente Russell M. Nelson, Amigos abril de 2021.
8. Letra de Janice Kapp Perry y música de Michael F. Moody (traducción libre del inglés).